Caminando por el Cementerio de Gualeguay

Construido con fondos aportados por Urquiza y la comunidad local, el Cementerio Municipal de Gualeguay es el edificio público más antiguo de la primera ciudad fundada de Entre Ríos. Allí descansan grandes personalidades de la provincia y conviven un pasado próspero con un presente de cambios y dificultades.  

Por Santiago García / Fotos: Mariano Beresiartu

El tronco del árbol tiene un diámetro que impacta. De altura no se queda atrás. La copa asoma por encima de los imponentes panteones. Como todo en este lugar, no está exento de un relato que puede ser tanto mítico como real.

—Dicen que ahí ató su caballo Urquiza cuando vino —nos cuenta Darío, uno de los empleados del cementerio.

Ingresando por la calle Vilar, cruzando desde la Plaza Rocamora, uno ya se da cuenta que está por adentrarse en un lugar que guarda pedazos de nuestra historia. Las edificaciones imponentes, las placas que pasan con comodidad los ciento cincuenta años, los vestigios de algunos ritos que forman parte de un pasado que quedó atrás son algunos de los rasgos salientes.

Breve historia


Uno de los primeros cementerios de Gualeguay estuvo ubicado en la manzana de la Parroquia San Antonio, en el corazón de la ciudad. Una visita delobispo de Buenos Aires Benito Lué y Riego recomendó trasladarlo a un lugar más alejado y espacioso de la ciudad, teniendo en cuenta el crecimiento demográfico que no tardaría en llegar. El entonces gobernador Justo José de Urquiza entregó cinco mil pesos que sumados a los aportes privados permitieron construir la obra solicitada en el lugar que se encuentra hoy, en la zona oeste de la ciudad. Los trabajos finalizaron el 27 de febrero de 1848 y a los dos meses se inauguró la Capilla de la Sagrada Familia, el edificio público más antiguo de Gualeguay. Apenas uno ingresa, sobre mano izquierda se encuentra con una lápida con la siguiente inscripción:

“Aquí yace Doña Clara Sosa de Balturé, primer moradora de esta lúgubre mansión. Falleció el día 30 de mayo de 1844 a los 66 años de edad. Fue amiga de imitar, esposa, fue madre tierna y amorosa. En memoria tributan a su homenaje sus hijos e hijas”.

La época dorada

En este cementerio descansan buena parte de las figuras de la cultura y la historia de la ciudad. Juan L. Ortiz, Carlos Mastronardi y Amaro Villanueva, por mencionar a los poetas; Bruno Alarcón (Tambor Mayor del Ejército de San Martín en la Batalla de San Lorenzo) y los héroes de Caseros, al hablar de los patriotas; el Dr. Bartolomé Vasallo (médico cirujano que ha donado sus bienes para construir hospitales y sociedades educativas y de fomento en la provincia y en otras ciudades del país); los tres primeros gobernadores de Entre Ríos después de la Ley Sáenz Peña de voto universal: Miguel Laurencena, Celestino Marcó y Ramón Miura. Luego, se podría hablar de las sociedades italianas y españolas que cuentan con sus panteones imponentes, y de las familias tradicionales de la ciudad: Pagola; Mac Kay; González Calderón; Rovira; Morán; Berisso; Piaggio; Nocetto; Quintana; Carbone; etcétera. En especial estas últimas personas, de alto poder adquisitivo, se destacaron por aportar materiales y estilos arquitectónicos de altísimo nivel en las fachadas y diseños de los diferentes monumentos de arte funerario.

Protección del patrimonio
El paso de los años y el cambio de las costumbres hicieron estragos en muchas de las construcciones. Esto intentó empezar a revertirse con una serie de normativas: la ordenanza municipal 2.887/17 que declaró el Cementerio Patrimonio Histórico, Cultural, Arquitectónico y Urbanístico de la Ciudad; la Ley Provincial N° 10.600/18 que lo convirtió en Patrimonio Histórico Arquitectónico de la Provincia de Entre Ríos; y el Proyecto para declararlo Monumento Histórico Nacional que ingresó al Congreso Nacional el año pasado. El deterioro en algunas de las construcciones es notorio. Las ventanas tapiadas del panteón de la Sociedad de Socorros Mutuos, que no permiten observar los diferentes tipos de mármol en el interior son una de las imágenes más tristes. Las bolsas de nylon que cubren las entradas de otras tumbas causan muchísima pena. Con la crisis económica se suma otro problema: el robo de bronce.

—Desde el año pasado tenemos policías fijos desde las 18 hasta las 6 de la mañana y se instalaron cámaras porque esto es muy grande —explica Darío.

Si bien son importantes todas las medidas declamatorias, sin presupuesto son una cáscara vacía. No alcanza con que se impidan las modificaciones edilicias. También es necesario evitar que avance el abandono. 

Todo cambia
Un señor de unos treinta años habla con su hijo de unos ocho y le dice: “Andá a cambiarle el agua al abuelo”, mientras le entrega un recipiente. Esas antiguas ceremonias, que incluían la limpieza de placas con brillo metal y virulana; la compra de variedad de flores frescas y demás se vuelven cada vez más excepcionales. Lo que era una costumbre de, por lo menos, un fin de semana al mes ha quedado reservado para las ocasiones especiales.

—Cambió mucho en los veinte años que yo llevo trabajando acá. Antes era todos los domingos y ahora es sólo el día del padre y de la madre. No se mueve la misma gente que antes —se lamenta Darío.

Con la pandemia esa tendencia se aceleró. Sin embargo, hay algo en la energía del lugar que envuelve al visitante. Y no sólo en las grandes construcciones, sino también en los márgenes, con discretas sepulturas y la tierra removida de los nuevos moradores que van llegando. El propio osario –donde se entierran los huesos que se sacan de las sepulturas– es motivo de curiosidad. Quiénes serán estas personas que abandonaron los nichos para unirse al enjambre popular. Las familias atadas a las viejas costumbres no soportarían el escándalo de verse en las listas de deudores, y mucho menos, encontrarse con un cartel sobre la lápida que indique: “Pasar por administración”. Las nuevas generaciones lo viven en forma mucho más relajada. Incluso los ritos han cambiado. Fijo la vista en uno de los nichos que tiene cintas con los colores de Boca Juniors, etiquetas de gaseosa y cigarrillos entre las ofrendas. En otro de los sectores, dos parientes discuten en forma amistosa, hasta que uno sentencia: “Ahora ya no decide él, ahora decidimos nosotros”. Eso resume todo. Los finados ya no sufren, los que sufren son los vivos. Con ese mismo criterio, la última de las moradas no pueden cuidarla ellos. La responsabilidad es de quienes estamos vivos. Más allá de las cuestiones religiosas y las costumbres, lo que está en juego es nuestra identidad.

Antes de irme vuelvo a pasar por el árbol. Trato de calcular el diámetro real, la cantidad de años que puede tener y le pido a la ciencia que me responda si Urquiza pudo haber atado su caballo aquí. Me digo que sí y que no hasta que me doy por vencido. ¿Qué importa si es cierto? De todas formas, es una hermosa historia.